El letargo de los Guardianes de la Fe
Dietrich von Hildebrand
Una de las enfermedades más horripilantes y difundidas en la Iglesia
de hoy es el letargo de los Guardianes de la Fe de la Iglesia. No estoy
pensando aquí en aquellos obispos que son miembros de la “quinta
columna”, que desean destruir la Iglesia desde adentro, o transformarla
en algo completamente diferente. Estoy pensando en los obispos mucho más
numerosos que no tienen esas intenciones, pero que no hacen ningún uso
de la autoridad cuando es el caso de intervenir contra teólogos o
sacerdotes heréticos, o contra prácticas blasfemas de culto público. O
cierran los ojos y tratan, al estilo de las avestruces, de ignorar tanto
los tristes abusos como los llamados al deber de intervenir, o temen
ser atacados por la prensa o los mass-media y difamados como
reaccionarios, estrechos de mente o medievales. Temen a los hombres más
que a Dios. Se les pueden aplicar las palabras de San Juan Bosco: “El poder de los hombres malos reside en la cobardía de los buenos”.
Es verdad que el letargo de aquellos en posición de autoridad es una
enfermedad de nuestros tiempos que está ampliamente difundida fuera de
la Iglesia. Se la encuentra entre los padres, los rectores de colegios y
universidades, las cabezas de otras numerosas organizaciones, los
jueces, los jefes de estado y otros. Pero el hecho de que este mal haya
penetrado hasta en la Iglesia es una clara indicación de que la lucha
contra el espíritu del mundo ha sido reemplazada por dejarse llevar por
el espíritu de los tiempos en nombre del “aggiornamento”. Uno se ve
forzado a pensar en el pastor que abandona sus rebaños a los lobos
cuando reflexiona sobre el letargo de tantos obispos y superiores que,
aun siendo ortodoxos ellos mismos, no tienen el coraje de intervenir
contra las más flagrantes herejías y abusos de todo tipo tanto en sus
diócesis como en sus órdenes.
Pero enfurece aún más el caso de ciertos obispos, que mostrando este
letargo hacia los herejes, asumen una actitud rigurosamente autoritaria
hacia aquellos creyentes que están luchando por la ortodoxia, ¡haciendo
lo que los obispos deberían estar haciendo ellos mismos! Una vez me fue
dada a leer una carta escrita por un hombre de alta posición en la
Iglesia, dirigida a un grupo que había tomado heroicamente la causa de
la verdadera Fe, de la pura, verdadera enseñanza de la Iglesia y del
Papa. Ese grupo había vencido la “cobardía de los buenos” de la que
hablaba San Juan Bosco, y de ese modo debían constituir la mayor alegría
para los obispos. La carta decía: como buenos católicos, ustedes deben
hacer una sola cosa: ser obedientes a todas las ordenanzas de su obispo.
Esta concepción de “buenos” católicos es particularmente sorprendente
en momentos en que se enfatiza continuamente la mayoría de edad del
laico moderno. Pero además es completamente falsa por esta razón:
lo que es apropiado en tiempos en que no aparecen herejías en la
Iglesia que no sean inmediatamente condenadas por Roma, se vuelve
inapropiado y contrario a la conciencia en tiempos en que las herejías
sin condenar prosperan dentro de la Iglesia, infectando hasta a ciertos
obispos que sin embargo permanecen en sus funciones. ¿Qué hubiera
ocurrido si, por ejemplo, en tiempos del arrianismo, en que la mayoría
de los obispos eran arrianos, los fieles se hubieran limitado a ser
agradables y obedientes a las ordenanzas de esos obispos, en lugar de
combatir la herejía? ¿No debe acaso la fidelidad a la verdadera
enseñanza de la Iglesia tener prioridad sobre la sumisión al obispo? ¿No
es precisamente en virtud de la obediencia a la verdad revelada que
recibieron del magisterio de la Iglesia que los fieles ofrecen
resistencia a esas herejías? ¿No se supone que los fieles se aflijan
cuando desde el púlpito se predican cosas completamente incompatibles
con la enseñanza de la Iglesia? ¿O cuanto se mantiene como profesores a
teólogos que proclaman que la Iglesia debe aceptar el pluralismo en
filosofía y teología, o que no hay supervivencia de la persona después
de la muerte, o que niegan que la promiscuidad es un pecado, o inclusive
toleran despliegues públicos de inmoralidad, demostrando así una
lamentable falta de entendimiento de la hondamente cristiana virtud de
la pureza?
La tontería de los herejes es tolerada tanto por sacerdotes como por
laicos; los obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los
fieles. Pero quieren silenciar a los fieles creyentes que toman la causa
de la ortodoxia, aquella propia gente que debería de pleno derecho ser
la alegría del corazón de los obispos, su consuelo, una fuente de
fortaleza para vencer su propio letargo. En cambio de esto, estas gentes
son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso de que expresen su
celo con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta son
excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás
del fracaso de los obispos en el uso de su autoridad. Porque no tienen
nada que temer de los ortodoxos: los ortodoxos no controlan los
mass-media ni la prensa; no son los representantes de la opinión
pública. Y a causa de su sumisión a la autoridad eclesiástica, los
luchadores por la ortodoxia jamás serán agresivos como los así llamados
progresistas. Si son reprendidos o disciplinados, sus obispos no corren
el riesgo de ser atacados por la prensa liberal y ser difamados como
reaccionarios.
Esta falta de los obispos de hacer uso de su autoridad, otorgada por
Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la peor confusión en
la Iglesia de hoy. Porque esta falta no solamente no detiene las
enfermedades del espíritu, las herejías, ni tampoco (y esto es mucho
peor) la flagrante como insidiosa devastación de la viña del Señor;
hasta les da vía libre a esos males. El fracaso del uso de la santa
autoridad para proteger la Sagrada Fe lleva necesariamente a la
desintegración de la Iglesia.
Aquí, como con la aparición de todos los peligros, debemos decir
“principiis obsta” (“detengamos el mal en su Origen”). Cuanto más tiempo
se permite al mal desarrollarse, más difícil será erradicarlo. Esto es
verdad para la crianza de los niños, para la vida del estado, y en forma
especial, para la vida moral del individuo. Pero es verdad en una forma
completamente nueva para la intervención de las autoridades
eclesiásticas para el bien de los fieles. Como dice Platón, “cuando los
males están muy avanzados nunca es agradable eliminarlos”.
Nada es más erróneo que imaginar que muchas cosas deben ser
autorizadas a irrumpir y llegar a su peor punto y que uno debería
esperar pacientemente que se hundan por su propio peso. Esta teoría
puede ser correcta a veces respecto a los jóvenes que atraviesan la
pubertad, pero es completamente falsa en cuestiones referentes al bonum
commune (el bien común). Esta falsa teoría es especialmente peligrosa
cuando se aplica al bonum commnune de la Santa Iglesia, que involucra
blasfemias en el culto público y herejías que, si no son condenadas,
continúan envenenando incontables almas. Aquí es incorrecto aplicar la
parábola del trigo y la cizaña.
Dietrich von Hildebrand
[Este es el primer Capítulo del libro “The devastated Vibeyard”, de
Dietrich von Hildebrand, versión inglesa del original en alemán “Der
verwuestete Weiberg”, 1973. Reedición en inglés de “Roman Catholic
Books”, New York, USA, 1985. Traducción al español de Santiago Zervino]
No hay comentarios:
Publicar un comentario