Silenciosa acción del corazón
Para leer y aplicar la constitución del Vaticano II sobre la Liturgia
Cardenal Robert Sarah
¿Se leerá después de cincuenta años después de su promulgación por el
Papa Pablo VI la constitución del concilio Vaticano II sobre la sagrada
liturgia? La
Sacrosantum concilium no es en realidad un simple catálogo de “recetas” de reforma, sino una verdadera y propia
Magna charta
de toda acción litúrgica. El Concilio Ecuménico nos da en ella una
lección magistral sobre el método. En efecto, lejos de contentarse con
una aproximación disciplinaria y exterior a la liturgia, el concilio
quiere hacernos ver lo que está en su esencia.
La práctica de la
Iglesia proviene siempre de aquello que ella recibe y contempla en la
revelación. La pastoral no se puede desconectar de la doctrina.
En la Iglesia “lo que proviene de la acción está ordenado a la
contemplación” (cfr. N.° 2). La constitución conciliar nos invita a
redescubrir el origen trinitario de la acción litúrgica. En efecto, el
concilio establece una continuidad entre la misión de Cristo Redentor y
la misión litúrgica de la Iglesia. “Como Cristo fue enviado del Padre,
del mismo modo envió Él a los apóstoles”, de modo tal que “mediante el
sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gravita toda la vida
litúrgica”, se realice “la obra de salvación”. (N.° 6) Actualizar la
Liturgia no es otra cosa que actualizar la obra de Cristo. La liturgia
es en su esencia
actio Christi: “la obra de la redención humana y la perfecta glorificación de Dios” (N.° 5).
Es
Él el gran sacerdote, el verdadero sujeto, el verdadero actor de la
Liturgia (cfr. N.° 7). Si este principio vital no encuentra acogida en
la Fe, se corre el riesgo de hacer de la Liturgia una obra humana, una
celebración que la comunidad hace de sí misma.
Por el contrario, la obra propia de la Iglesia consiste en entrar en
la acción de Cristo, en hacerse parte en aquella acción respecto de la
cual Él ha recibido la misión del Padre. En razón de ello “nos fue dada
la plenitud del culto divino”, pues “su humanidad, en la unidad de la
persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación” (N.° 5). La
Iglesia, cuerpo de Cristo, debe convertirse a su vez en instrumento de
las manos del Verbo. Éste es el significado último del concepto clave de la Constitución conciliar: laparticipatio actuosa.
Dicha participación consiste para la Iglesia en convertirse en
instrumento de Cristo-sacerdote, para participar de su misión
trinitaria. La Iglesia participa activamente en la obra
litúrgica de Cristo en la medida en que es instrumento. En este sentido,
hablar de “comunidad celebrante” no carece de ambigüedad y su uso
requiere de verdadera cautela (cfr. Instrucción Redemptoris sacramentum, N.° 42). La participatio actuosa
no debería ser comprendida nunca como la necesidad de hacer algo. En
este punto la enseñanza del Concilio ha sido deformada con frecuencia.
Se trata, por el contrario, de permitir que Cristo nos tome y nos haga
partícipes de su sacrificio. Laparticipatio litúrgica debe en razón de ello ser entendida como una gracia de Cristo, quien “asocia siempre consigo a la Iglesia” (Sacrosantum concilium,
N.° 7). Es Él quien debe tener la iniciativa y la primacía. La Iglesia
invoca “como su Señor y por medio de Él rinde culto al Padre eterno”
(N.° 7). El sacerdote debe por tanto convertirse en este instrumento que
deja traslucir a Cristo. Como ha recordado recientemente nuestro Papa
Francisco, el celebrante no es el presentador de un espectáculo,
no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como
su interlocutor principal. Entrar en el espíritu del Concilio significa
por el contrario cancelarse a sí mismo, renunciar a ser el punto focal. De modo contrario a lo que se ha sostenido a veces, es
plenamente conforme con la constitución conciliar y, además, oportuno,
que durante el rito penitencial, el canto del Gloria, las oraciones y la
plegaria eucarística todos, sacerdote y fieles, se vuelvan juntos hacia
el Oriente, para expresar su voluntad de participar de la obra de culto
y redentora llevada a cabo por Cristo. Este modo de proceder podría
oportunamente ser introducido en las catedrales, donde la vida litúrgica
debe ser ejemplar (cfr. N.° 41).
Bien entendido, hay algunas partes de la Misa en las cuales el sacerdote, actuando
in persona Christi Capitis, entra en diálogo nupcial con la asamblea. Mas este “cara a cara” no tiene otro fin más que conducir a un
tête-à-tête
con Dios, que por medio de la gracia del Espíritu Santo, se convertirá
en un diálogo de corazón a corazón. El concilio propone así otros medios
para favorecer la participación: “las aclamaciones de los fieles, las
respuestas, el canto de los salmos, las antífonas, los cantos, además de
las acciones, los gestos y la actitud corporales” (N.° 30).
Una
lectura demasiado apresurada y, sobre todo, demasiado humana, ha
conducido a concluir que era necesario hacer que los fieles estuvieran
constantemente ocupados. La mentalidad occidental contemporánea,
modelada por la técnica y fascinada por los medios de comunicación, ha
querido hacer de la Liturgia una obra de pedagogía eficaz y rentable. En
este espíritu, se ha buscado hacer que las celebraciones sean algo
distendido. Los actores litúrgicos, animados por motivaciones
pastorales, intentan en ocasiones hacer una obra didáctica introduciendo
en las celebraciones elementos profanos y propios del espectáculo. ¿No
florecen acaso testimonios, puestas en escena y aplausos? Se cree así
favorecer la participación de los fieles cuando de hecho se reduce la
Liturgia a un juego humano. “Es cierto que el silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado”, dice
Thomas Merton,
“pero el tumulto, la confusión y el ruido constantes de la sociedad
moderna o en ciertas liturgias eucarísticas africanas son expresión de
la atmósfera de sus pecados más graves, de su impiedad, de su
desesperación. Un mundo de propaganda, de argumentaciones infinitas, de
invectivas, de críticas, o simplemente de cháchara, es un mundo en que
la vida no vale la pena de ser vivida. La Misa se convierte en un
alboroto confuso; las oraciones en un ruido exterior o interior” (Thomas
Merton,
Le signe de Jonas, Ed. Albin Michel, París, 1955, p. 322).
Se corre el riesgo real de no dejar ningún lugar a Dios en las
nuestras celebraciones. Incurrimos en la tentación de los hebreos en el
desierto. Ellos intentaron crearse un culto a su medida y a su altura, y
no olvidemos que acabaron postrados frente al ídolo del becerro de oro.
Es momento de escuchar al Concilio.
La Liturgia es
“principalmente culto de la majestad divina” (N.° 33) Tiene valor
pedagógico en la medida en que esté completamente ordenado a la
glorificación de Dios y al culto divino. La Liturgia nos pone
realmente en la presencia de la trascendencia divina. Participación
verdadera significa renovar en nosotros aquel “estupor” que San Juan
Pablo II tenía en gran consideración (cfr.
Ecclesia de Eucharistia, N.° 6). Este estupor sacro, este temor dichoso, requiere de nuestro silencio frente a la majestad divina.
Se
olvida a menudo que el silencio sacro es uno de los medios indicados
por el Concilio para favorecer la participación. Si la Liturgia es obra
de Cristo, ¿es necesario que el celebrante introduzca agregados propios?
Se debe recordar que, cuando el Misal autoriza una intervención, ésta
no debe tornarse en un discurso profano y humano, un comentario más o
menos sutil sobre la actualidad, o un saludo mundano a las personas
presentes, sino una sutil invitación a entrar en el Misterio (cfr.
Instrucción General del Misal Romano, N.° 50). En cuanto a la homilía, ella misma es un acto litúrgico, que tiene sus propias reglas. La
participatio actuosa en la obra de Cristo presupone que se abandone el mundo profano para entrar en la “acción sagrada por excelencia” (
Sacrosantum concilium,
N.° 7). De hecho, “nosotros pretendemos, con una cierta arrogancia,
permanecer en lo humano para entrar en lo divino” (Robert Sarah,
Dieu ou rien, p. 178). En este sentido,
es
deplorable que el sagrario en nuestras iglesias no sea un lugar
estrictamente reservado al culto divino, que se entre en él con
vestiduras profanas, que el espacio sagrado no sea claramente delimitado
por la arquitectura. Como enseña el Concilio, Cristo está
presente en su Palabra cuando ésta es proclamada, por lo que es
igualmente dañino que los lectores no tengan una vestimenta apropiada
que muestre que no pronuncian palabras humanas, sino una Palabra divina.
La Liturgia es una realidad fundamentalmente mística y
contemplativa, y consiguientemente está fuera del alcance de nuestra
acción humana; también la participatio es una gracia de Dios.
Por lo tanto, presupone de nuestra parte nuestra apertura al misterio
celebrado. De este modo, la Constitución dispone la comprensión plena de
los ritos (cfr. N.° 34) y, al mismo tiempo, prescribe “que los
fieles sepan recitar y cantar juntos, también en latín, las partes del
ordinario de la Misa que les corresponde” (N.° 54). En efecto,
la comprensión de los ritos no es obra de la razón humana entregada a sí
misma, la cual, para ello, tendría que comprenderlo todo, entenderlo
todo, dominarlo todo. La comprensión de los ritos sacros es aquella del sensus fidei,
que ejercita la Fe viviente a través del símbolo y que conoce por
sintonía más que por concepto. Esta comprensión presupone que nos
acerquemos al Misterio con humildad. ¿Existirá el coraje de seguir al
Concilio hasta este punto? Una lectura similar, iluminada por la Fe, es
sin embargo fundamental para la Evangelización. En efecto, “a aquellos
que están fuera, ella [la Liturgia] les muestra la Iglesia, como
estandarte alzado frente a las naciones, bajo el cual los hijos de Dios
que estén dispersos puedan congregarse” (N.° 2). La Liturgia debe dejar de ser un lugar de desobediencia a las prescripciones de la Iglesia. Más específicamente, no puede ser un lugar de laceraciones infligidas por unos cristianos a otros. Las lecturas dialécticas de la Sacrosantum concilium,
las hermenéuticas de la ruptura en un sentido u otro, no son el fruto
de un espíritu de Fe. El Concilio no ha querido romper con las formas
litúrgicas heredadas de la Tradición, sino que, por el contrario, ha
querido profundizarlas. La Constitución establece que “las
nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir
de aquellas ya existentes” (N.° 23). En tal sentido, es necesario que
cuantos celebran según el Usus antiquior lo hagan sin espíritu de oposición, sino en el espíritu de la Sacrosantum concilium.
Del mismo modo, sería errado considerar la Forma Extraordinaria del
Rito Romano como derivada de una teología diversa que no sea aquella de
la Liturgia reformada. Sería también deseable que se insertase como apéndice de una próxima edición del Misal el rito penitencial y el ofertorio del Usus antiquior, a fin de subrayar que las dos formas se iluminan mutuamente, en continuidad y sin oposición.
Si vivimos en este espíritu, la Liturgia dejará de ser el lugar de
las rivalidades y de la crítica, para hacernos participar finalmente de
un modo activo de aquella Liturgia “que se celebra en la ciudad santa de
Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo
está sentado […] como ministro del santuario” (N.° 8).
Publicado en la edición del 12 de junio de 2015 de L’Osservatore Romano, p. 6. La traducción desde el italiano es de www.adelantelafe.com, así como los destacados.