sábado, 13 de agosto de 2016

EL CARDENAL ROBERT SARAH - SOBRE LA LITURGIA

Silenciosa acción del corazón
Para leer y aplicar la constitución del Vaticano II sobre la Liturgia
Cardenal Robert Sarah

¿Se leerá después de cincuenta años después de su promulgación por el Papa Pablo VI la constitución del concilio Vaticano II sobre la sagrada liturgia? La Sacrosantum concilium no es en realidad un simple catálogo de “recetas” de reforma, sino una verdadera y propia Magna charta de toda acción litúrgica. El Concilio Ecuménico nos da en ella una lección magistral sobre el método. En efecto, lejos de contentarse con una aproximación disciplinaria y exterior a la liturgia, el concilio quiere hacernos ver lo que está en su esencia. La práctica de la Iglesia proviene siempre de aquello que ella recibe y contempla en la revelación. La pastoral no se puede desconectar de la doctrina. En la Iglesia “lo que proviene de la acción está ordenado a la contemplación” (cfr. N.° 2). La constitución conciliar nos invita a redescubrir el origen trinitario de la acción litúrgica. En efecto, el concilio establece una continuidad entre la misión de Cristo Redentor y la misión litúrgica de la Iglesia. “Como Cristo fue enviado del Padre, del mismo modo envió Él a los apóstoles”, de modo tal que “mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gravita toda la vida litúrgica”, se realice “la obra de salvación”. (N.° 6) Actualizar la Liturgia no es otra cosa que actualizar la obra de Cristo. La liturgia es en su esencia actio Christi: “la obra de la redención humana y la perfecta glorificación de Dios” (N.° 5). Es Él el gran sacerdote, el verdadero sujeto, el verdadero actor de la Liturgia (cfr. N.° 7). Si este principio vital no encuentra acogida en la Fe, se corre el riesgo de hacer de la Liturgia una obra humana, una celebración que la comunidad hace de sí misma.

Por el contrario, la obra propia de la Iglesia consiste en entrar en la acción de Cristo, en hacerse parte en aquella acción respecto de  la cual Él ha recibido la misión del Padre. En razón de ello “nos fue dada la plenitud del culto divino”, pues “su humanidad, en la unidad de la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación” (N.° 5). La Iglesia, cuerpo de Cristo, debe convertirse a su vez en instrumento de las manos del Verbo. Éste es el significado último del concepto clave de la Constitución conciliar: laparticipatio actuosa. Dicha participación consiste para la Iglesia en convertirse en instrumento de Cristo-sacerdote, para participar de su misión trinitaria. La Iglesia participa activamente en la obra litúrgica de Cristo en la medida en que es instrumento. En este sentido, hablar de “comunidad celebrante” no carece de ambigüedad y su uso requiere de verdadera cautela (cfr. Instrucción Redemptoris sacramentum, N.° 42). La participatio actuosa no debería ser comprendida nunca como la necesidad de hacer algo. En este punto la enseñanza del Concilio  ha sido deformada con frecuencia. Se trata, por el contrario, de permitir que Cristo nos tome y nos haga partícipes de su sacrificio. Laparticipatio litúrgica debe en razón de ello ser entendida como una gracia de Cristo, quien “asocia siempre consigo a la Iglesia” (Sacrosantum concilium, N.° 7). Es Él quien debe tener la iniciativa y la primacía. La Iglesia invoca “como su Señor y por medio de Él rinde culto al Padre eterno” (N.° 7). El sacerdote debe por tanto convertirse en este instrumento que deja traslucir a Cristo. Como ha recordado recientemente nuestro Papa Francisco, el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su interlocutor principal. Entrar en el espíritu del Concilio significa por el contrario cancelarse a sí mismo, renunciar a ser el punto focal. De modo contrario a lo que se ha sostenido a veces, es plenamente conforme con la constitución conciliar y, además, oportuno, que durante el rito penitencial, el canto del Gloria, las oraciones y la plegaria eucarística todos, sacerdote y fieles, se vuelvan juntos hacia el Oriente, para expresar su voluntad de participar de la obra de culto y redentora llevada a cabo por Cristo. Este modo de proceder podría oportunamente ser introducido en las catedrales, donde la vida litúrgica debe ser ejemplar (cfr. N.° 41).

Bien entendido, hay algunas partes de la Misa en las cuales el sacerdote, actuando in persona Christi Capitis, entra en diálogo nupcial con la asamblea. Mas este “cara a cara” no tiene otro fin más que conducir a un tête-à-tête con Dios, que por medio de la gracia del Espíritu Santo, se convertirá en un diálogo de corazón a corazón. El concilio propone así otros medios para favorecer la participación: “las aclamaciones de los fieles, las respuestas, el canto de los salmos, las antífonas, los cantos, además de las acciones, los gestos y la actitud corporales” (N.° 30). Una lectura demasiado apresurada y, sobre todo, demasiado humana, ha conducido a concluir que era necesario hacer que los fieles estuvieran constantemente ocupados. La mentalidad occidental contemporánea, modelada por la técnica y fascinada por los medios de comunicación, ha querido hacer de la Liturgia una obra de pedagogía eficaz y rentable. En este espíritu, se ha buscado hacer que  las celebraciones sean algo distendido. Los actores litúrgicos, animados por motivaciones pastorales, intentan en ocasiones hacer una obra didáctica introduciendo en las celebraciones elementos profanos y propios del espectáculo. ¿No florecen acaso testimonios, puestas en escena y aplausos? Se cree así favorecer la participación de los fieles cuando de hecho se reduce la Liturgia a un juego humano. “Es cierto que el silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado”, dice Thomas Merton, “pero el tumulto, la confusión y el ruido constantes de la sociedad moderna o en ciertas liturgias eucarísticas africanas son expresión de la atmósfera de sus pecados más graves, de su impiedad, de su desesperación. Un mundo de propaganda,  de argumentaciones infinitas, de invectivas, de críticas, o simplemente de cháchara, es un mundo en que la vida no vale la pena de ser vivida. La Misa se convierte en un alboroto confuso; las oraciones en un ruido exterior o interior” (Thomas Merton, Le signe de Jonas, Ed. Albin Michel, París, 1955, p. 322).

Se corre el riesgo real de no dejar ningún lugar a Dios en las nuestras celebraciones. Incurrimos en la tentación de los hebreos en el desierto. Ellos intentaron crearse un culto a su medida y a su altura, y no olvidemos que acabaron postrados frente al ídolo del becerro de oro.

Es momento de escuchar al Concilio. La Liturgia es “principalmente culto de la majestad divina” (N.° 33) Tiene valor pedagógico en la medida en que esté completamente ordenado a la glorificación de Dios y al culto divino. La Liturgia nos pone realmente en la presencia de la trascendencia divina. Participación verdadera significa renovar en nosotros aquel “estupor” que San Juan Pablo II tenía en gran consideración (cfr. Ecclesia de Eucharistia, N.° 6). Este estupor sacro, este temor dichoso, requiere de nuestro silencio frente a la majestad divina. Se olvida a menudo que el silencio sacro es uno de los medios indicados por el Concilio para favorecer la participación. Si la Liturgia es obra de Cristo, ¿es necesario que el celebrante introduzca agregados propios? Se debe recordar que, cuando el Misal autoriza una intervención, ésta no debe tornarse en un discurso profano y humano, un comentario más o menos sutil sobre la actualidad, o un saludo mundano a las personas presentes, sino una sutil invitación a entrar en el Misterio (cfr. Instrucción General del Misal Romano, N.° 50). En cuanto a la homilía, ella misma es un acto litúrgico, que tiene sus propias reglas. La participatio actuosa en la obra de Cristo presupone que se abandone el mundo profano para entrar en la “acción sagrada por excelencia” (Sacrosantum concilium, N.° 7). De hecho, “nosotros pretendemos, con una cierta arrogancia, permanecer en lo humano para entrar en lo divino” (Robert Sarah, Dieu ou rien, p. 178). En este sentido, es deplorable que el sagrario en nuestras iglesias no sea un lugar estrictamente reservado al culto divino, que se entre en él con vestiduras profanas, que el espacio sagrado no sea claramente delimitado por la arquitectura. Como enseña el Concilio, Cristo está presente en su Palabra cuando ésta es proclamada, por lo que es igualmente dañino que los lectores no tengan una vestimenta apropiada que muestre que no pronuncian palabras humanas, sino una Palabra divina.

La Liturgia es una realidad fundamentalmente mística y contemplativa, y consiguientemente está fuera del alcance de nuestra acción humana; también la participatio es una gracia de Dios. Por lo tanto, presupone de nuestra parte nuestra apertura al misterio celebrado. De este modo, la Constitución dispone la comprensión plena de los ritos (cfr. N.° 34) y, al mismo tiempo, prescribe “que los fieles sepan recitar y cantar juntos, también en latín, las partes del ordinario de la Misa que les corresponde” (N.° 54). En efecto, la comprensión de los ritos no es obra de la razón humana entregada a sí misma, la cual, para ello, tendría que comprenderlo todo, entenderlo todo, dominarlo todo. La comprensión de los ritos sacros es aquella del sensus fidei, que ejercita la Fe viviente a través del símbolo y que conoce por sintonía más que por concepto. Esta comprensión presupone que nos acerquemos al Misterio con humildad. ¿Existirá el coraje de seguir al Concilio hasta este punto? Una lectura similar, iluminada por la Fe, es sin embargo fundamental para la Evangelización. En efecto, “a aquellos que están fuera, ella [la Liturgia] les muestra la Iglesia, como estandarte alzado frente a las naciones, bajo el cual los hijos de Dios que estén dispersos puedan congregarse” (N.° 2). La Liturgia debe dejar de ser un lugar de desobediencia a las prescripciones de la Iglesia. Más específicamente, no puede ser un lugar de laceraciones  infligidas por unos cristianos a otros. Las lecturas dialécticas de la Sacrosantum concilium, las hermenéuticas de la ruptura en un sentido u otro, no son el fruto de un espíritu de Fe. El Concilio no ha querido romper con las formas litúrgicas heredadas de la Tradición,  sino que, por el contrario, ha querido profundizarlas. La Constitución establece que “las nuevas formas  se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir de aquellas ya existentes” (N.° 23). En tal sentido, es necesario que cuantos celebran según el Usus antiquior lo hagan sin espíritu de oposición, sino en el espíritu de la Sacrosantum concilium. Del mismo modo, sería errado considerar la Forma Extraordinaria del Rito Romano como derivada de una teología diversa que no sea aquella de la Liturgia reformada. Sería también deseable que se insertase como apéndice de una próxima edición del Misal el rito penitencial y el ofertorio del Usus antiquior, a fin de subrayar que las dos formas se iluminan mutuamente, en continuidad y sin oposición.

Si vivimos en este espíritu, la Liturgia dejará de ser el lugar de las rivalidades y de la crítica, para hacernos participar finalmente de un modo activo de aquella Liturgia “que se celebra en la ciudad santa de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado […] como ministro del santuario” (N.° 8).

Publicado en la edición del 12 de junio de 2015 de L’Osservatore Romano, p. 6. La traducción desde el italiano es de www.adelantelafe.com, así como los destacados.

viernes, 12 de agosto de 2016

El letargo de los Guardianes de la Fe – Dietrich von Hildebrand

El letargo de los Guardianes de la Fe

Dietrich von Hildebrand

 
 
Una de las enfermedades más horripilantes y difundidas en la Iglesia de hoy es el letargo de los Guardianes de la Fe de la Iglesia. No estoy pensando aquí en aquellos obispos que son miembros de la “quinta columna”, que desean destruir la Iglesia desde adentro, o transformarla en algo completamente diferente. Estoy pensando en los obispos mucho más numerosos que no tienen esas intenciones, pero que no hacen ningún uso de la autoridad cuando es el caso de intervenir contra teólogos o sacerdotes heréticos, o contra prácticas blasfemas de culto público. O cierran los ojos y tratan, al estilo de las avestruces, de ignorar tanto los tristes abusos como los llamados al deber de intervenir, o temen ser atacados por la prensa o los mass-media y difamados como reaccionarios, estrechos de mente o medievales. Temen a los hombres más que a Dios. Se les pueden aplicar las palabras de San Juan Bosco: “El poder de los hombres malos reside en la cobardía de los buenos”.
 
Es verdad que el letargo de aquellos en posición de autoridad es una enfermedad de nuestros tiempos que está ampliamente difundida fuera de la Iglesia. Se la encuentra entre los padres, los rectores de colegios y universidades, las cabezas de otras numerosas organizaciones, los jueces, los jefes de estado y otros. Pero el hecho de que este mal haya penetrado hasta en la Iglesia es una clara indicación de que la lucha contra el espíritu del mundo ha sido reemplazada por dejarse llevar por el espíritu de los tiempos en nombre del “aggiornamento”. Uno se ve forzado a pensar en el pastor que abandona sus rebaños a los lobos cuando reflexiona sobre el letargo de tantos obispos y superiores que, aun siendo ortodoxos ellos mismos, no tienen el coraje de intervenir contra las más flagrantes herejías y abusos de todo tipo tanto en sus diócesis como en sus órdenes.
 
Pero enfurece aún más el caso de ciertos obispos, que mostrando este letargo hacia los herejes, asumen una actitud rigurosamente autoritaria hacia aquellos creyentes que están luchando por la ortodoxia, ¡haciendo lo que los obispos deberían estar haciendo ellos mismos! Una vez me fue dada a leer una carta escrita por un hombre de alta posición en la Iglesia, dirigida a un grupo que había tomado heroicamente la causa de la verdadera Fe, de la pura, verdadera enseñanza de la Iglesia y del Papa. Ese grupo había vencido la “cobardía de los buenos” de la que hablaba San Juan Bosco, y de ese modo debían constituir la mayor alegría para los obispos. La carta decía: como buenos católicos, ustedes deben hacer una sola cosa: ser obedientes a todas las ordenanzas de su obispo.
 
Esta concepción de “buenos” católicos es particularmente sorprendente en momentos en que se enfatiza continuamente la mayoría de edad del laico moderno. Pero además es completamente falsa por esta razón: lo que es apropiado en tiempos en que no aparecen herejías en la Iglesia que no sean inmediatamente condenadas por Roma, se vuelve inapropiado y contrario a la conciencia en tiempos en que las herejías sin condenar prosperan dentro de la Iglesia, infectando hasta a ciertos obispos que sin embargo permanecen en sus funciones. ¿Qué hubiera ocurrido si, por ejemplo, en tiempos del arrianismo, en que la mayoría de los obispos eran arrianos, los fieles se hubieran limitado a ser agradables y obedientes a las ordenanzas de esos obispos, en lugar de combatir la herejía? ¿No debe acaso la fidelidad a la verdadera enseñanza de la Iglesia tener prioridad sobre la sumisión al obispo? ¿No es precisamente en virtud de la obediencia a la verdad revelada que recibieron del magisterio de la Iglesia que los fieles ofrecen resistencia a esas herejías? ¿No se supone que los fieles se aflijan cuando desde el púlpito se predican cosas completamente incompatibles con la enseñanza de la Iglesia? ¿O cuanto se mantiene como profesores a teólogos que proclaman que la Iglesia debe aceptar el pluralismo en filosofía y teología, o que no hay supervivencia de la persona después de la muerte, o que niegan que la promiscuidad es un pecado, o inclusive toleran despliegues públicos de inmoralidad, demostrando así una lamentable falta de entendimiento de la hondamente cristiana virtud de la pureza?
 
La tontería de los herejes es tolerada tanto por sacerdotes como por  laicos; los obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los fieles. Pero quieren silenciar a los fieles creyentes que toman la causa de la ortodoxia, aquella propia gente que debería de pleno derecho ser la alegría del corazón de los obispos, su consuelo, una fuente de fortaleza para vencer su propio letargo. En cambio de esto, estas gentes son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso de que expresen su celo con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta son excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás del fracaso de los obispos en el uso de su autoridad. Porque no tienen nada que temer de los ortodoxos: los ortodoxos no controlan los mass-media ni la prensa; no son los representantes de la opinión pública. Y a causa de su sumisión a la autoridad eclesiástica, los luchadores por la ortodoxia jamás serán agresivos como los así llamados progresistas. Si son reprendidos o disciplinados, sus obispos no corren el riesgo de ser atacados por la prensa liberal y ser difamados como reaccionarios.
 
Esta falta de los obispos de hacer uso de su autoridad, otorgada por Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la peor confusión en la Iglesia de hoy. Porque esta falta no solamente no detiene las enfermedades del espíritu, las herejías, ni tampoco (y esto es mucho peor) la flagrante como insidiosa devastación de la viña del Señor; hasta les da vía libre a esos males. El fracaso del uso de la santa autoridad para proteger la Sagrada Fe lleva necesariamente a la desintegración de la Iglesia.
 
Aquí, como con la aparición de todos los peligros, debemos decir “principiis obsta” (“detengamos el mal en su Origen”). Cuanto más tiempo se permite al mal desarrollarse, más difícil será erradicarlo. Esto es verdad para la crianza de los niños, para la vida del estado, y en forma especial, para la vida moral del individuo. Pero es verdad en una forma completamente nueva para la intervención de las autoridades eclesiásticas para el bien de los fieles. Como dice Platón, “cuando los males están muy avanzados nunca es agradable eliminarlos”.
 
Nada es más erróneo que imaginar que muchas cosas deben ser autorizadas a irrumpir y llegar a su peor punto y que uno debería esperar pacientemente que se hundan por su propio peso. Esta teoría puede ser correcta a veces respecto a los jóvenes que atraviesan la pubertad, pero es completamente falsa en cuestiones referentes al bonum commune (el bien común). Esta falsa teoría es especialmente peligrosa cuando se aplica al bonum commnune de la Santa Iglesia, que involucra blasfemias en el culto público y herejías que, si no son condenadas, continúan envenenando incontables almas. Aquí es incorrecto aplicar la parábola del trigo y la cizaña.
 

Dietrich von Hildebrand
[Este es el primer Capítulo del libro “The devastated Vibeyard”, de Dietrich von Hildebrand, versión inglesa del original en alemán “Der verwuestete Weiberg”, 1973. Reedición en inglés de “Roman Catholic Books”, New York, USA, 1985. Traducción al español de Santiago Zervino]