miércoles, 26 de agosto de 2015

LA REFORMA LITÚRGICA - VISIÓN DE UN PROTAGONISTA


 
Con el renacido interés por la Liturgia que ha traído el pontificado de Benedicto XVI entre los fieles católicos de a pie, vuelven a recuperarse las figuras de los más eminentes liturgistas de nuestro pasado reciente. Mientras que proliferan las referencias a hombres tan importantes como Klaus Gamber, una de ellas, la del Cardenal Ferdinando Antonelli, quizás siga aún siendo una gran desconocida para el público en general.

No vamos a hacer aquí un semblante biográfico del Cardenal, sino que venimos a recomendar un libro que es realmente interesante. Se trata de “El Cardenal Ferdinando Antonelli y la Reforma Litúrgica”, que publicó en español Ediciones Cristiandad en 2005. En dicha obra se recogen los escritos inéditos del Cardenal Antonelli, que fue uno de los protagonistas de dicha Reforma Litúrgica, sobre todo hasta el Concilio.
En dichos escritos se trasluce el entusiasmo del Cardenal Antonelli por la renovación litúrgica, conforme a lo dictado por la encíclica Mediator Dei de Pío XII en 1947 (Antonelli perteneció a la que denominaron como Comisión “piana” [querida por Pío XII] que llevó a cabo una parte de renovación litúrgica -la reforma del Sábado y Santo y la de la Semana Santa- bajo el pontificado de Pío XII). Y también queda clara la profunda decepción que este purpurado sufrió con la creación y los trabajos del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, de la que el Padre Annibale Bugnini (quién después de un período de confianza casi absoluta por parte de Pablo VI, sería después, en enero de 1976 “degradado” por el Papa y alejado de Roma al ser promovido como Nuncio Apostólico en Irán) era secretario, mientras que Antonelli –con muchísimo más conocimiento y experiencia en Liturgia- sólo un simple miembro.
El Consilium, con Bugnini como máximo artífice de sus trabajos, fue el responsable de que la Reforma Litúrgica querida por el Concilio Vaticano II quedara como quedó, y acabara convirtiéndose en una continua fuente de conflicto, que perdura hasta nuestros días. La obra mencionada da una idea de cómo se desarrollaron los entresijos de esta reforma, del perfil de los que trabajaban en ella y de cómo se acometían los trabajos. Los frutos litúrgicos surgidos de este Consilium ya los veía venir, desde su mismo establecimiento el Cardenal Ferdinando Antonelli, y en sus notas privadas expresó con contundencia y dureza el problema que se venía encima.
Con la recomendación de que adquieran este libro, traemos aquí algunas citas del mismo, palabras del Cardenal Antonelli, que son realmente interesantes y profundamente reveladoras de lo que se coció en los fogones de la Reforma litúrgica postconciliar.

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“Ayer, 23 de julio de 1968, hablando con Mons. Giovanni Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado, mostré mis preocupaciones sobre la reforma litúrgica que se hace cada vez más caótica y aberrante. Noté en particular:


1-La ley litúrgica que hasta el Concilio era una cosa sagrada, para muchos ya no existe. Cada uno se considera autorizado a hacer lo que quiere y muchos jóvenes actúan así.


2-La misa, sobre todo, es el punto doloroso. Se van difundiendo las misas en casa, en pequeños grupos, en conexión con comidas comunes: la cena.


3-Ahora comienza la acción disgregadora en torno a la confesión.

4-Hacía notar que parte de responsabilidad de este estado de cosas está en la relación con el sistema de los experimentos. El Papa ha concedido al Consilium la facultad de permitir los experimentos. El Consilium utiliza libérrimamente esta facultad. Un experimento hecho en uno o en pocos ambientes cerrados (un monasterio, una parroquia funcional) y por un tiempo limitadísimo, puede valer y es útil; pero concedido ampliamente y sin límites restrictivos de tiempo es el camino abierto para la anarquía.

5-En el Consilium hay pocos obispos que tengan una preparación litúrgica específica, muy pocos que sean verdaderos teólogos. La carencia más acentuada en todo el Consilium es la de los teólogos. En liturgia, toda palabra, todo gesto traduce una idea que es una idea teológica. Dado que actualmente toda teología está en discusión, las teorías corrientes entre teólogos avanzados inciden sobre la fórmula y sobre el rito. Con esta consecuencia gravísima: que mientras la discusión teológica permanece al nivel alto de los hombres de cultura, puesta al nivel de la fórmula y del rito se pone en marcha para su divulgación entre el pueblo. Podré ilustrar este punto de vista con varios elementos de la Instructio de cultu mysteryy eucharistici del año pasado”.
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Lo que es triste (…) es un dato de fondo, una actitud mental, una postura preestablecida, y es que muchos de los que han influido en la reforma, (…) y otros, no tienen mor alguno, veneración alguna por lo que nos ha sido transmitido. Tienen de entrada menosprecio por todo lo que hay actualmente.Una mentalidad negativa, injusta y perjudicial. Desgraciadamente, también el Papa Pablo VI está un poco de esa parte. Tendrán todos las mejores intenciones, pero con esta mentalidad son llevados a derribar y no a restaurar”.
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“Es seguro, además, que Pablo VI seguía con atención los trabajos de este Consilium. Recuerdo al respecto que en una reunión de dicho Consilium, y concretamente en la del 19 de abril de 1967, Pablo VI intervino personalmente; y me llamó la atención el hecho de que, hablando del camino actual de la realización de la reforma litúrgica, Pablo VI manifestara su amargura, porque se hacían experimentos caprichosos en la Liturgia, y expresó también su dolor por ciertas tendencias hacia una secularización de la Liturgia. Pero reconfirmó su confianza en el Consilium. Y no se da cuenta el Papa de que todos los perjuicios nacen de cómo ha planteado las cosas el Consilium en esta reforma”
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Peor el sistema de las votaciones. Normalmente se hacen levantando la mano, pero nadie cuenta quién la levanta y quién no, y nadie dice tantos aprueban y tantos no. Una verdadera vergüenza”.
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“Ha sido nombrado Secretario de la nueva Congregación del Culto Divino el P. Annibale Bugnini, CM. Podría decir muchas cosas de este hombre. He de añadir que Pablo VI lo ha apoyado siempre. No quisiera equivocarme, pero la laguna más notable del P. Bugnini es la falta de formación y sensibilidad teológica. Falta y laguna grave, porque en la liturgia cada palabra y cada gesto traducen una idea que es idea teológica. Tengo la impresión de que se ha concedido mucho, sobre todo en materia de sacramentos, a la mentalidad protestante. No es que el P. Bugnini haya creado estos conceptos, nada de eso, él no ha creado, él se ha servido de mucha gente, y, no sé por qué, ha introducido en el trabajo a gente hábil pero de matices teológicos progresistas. Y, o no se ha dado cuenta, o no ha resistido, como no se podía resistir a ciertas tendencias”.
 
Fuente:  http://infocatolica.com/blog/novaetvetera.php/1004060124-reforma-liturgica-la-vision-d

LA REFORMA LITÚRGICA - ENTREVISTA A MONS. DOMENICO BARTOLUCCI

LA REFORMA LITÚRGICA - ENTREVISTA A

MONS. DOMENICO BARTOLUCCI

REFORMA LITÚRGICA
ENTREVISTA A MONS. BARTOLUCCI
(fallecido en el año 2013)

Ofrecemos la traducción al español de una valiosa entrevista a Monseñor Domenico Bartolucci, de 92 años, nombrado por Pío XII Maestro “ad vitam” de la Capilla Sixtina pero alejado del cargo en 1997, debido a la intervención de Mons. Piero Marini, una medida que fue vigorosamente rechazada por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger.




Maestro, la reciente publicación del Motu Proprio “Summorum Pontificum” ha traído un soplo de aire fresco en el desolador panorama litúrgico que nos rodea; también usted puede ahora, por lo tanto, celebrar la “Misa de siempre”.
 
Pero, a decir verdad, yo siempre la he celebrado ininterrumpidamente, a partir de mi ordenación… tendría dificultad, en cambio, no habiéndola dicho nunca, en celebrar la Misa del rito moderno. (Nota de Creer: ¡Un nuevo Cardenal que nunca ha dicho la Misa nueva!… algunos morirían del espanto)
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¿Nunca abolida, entonces?
Son las palabras del Santo Padre, aún si algunos fingen no entenderlas y si muchos en el pasado han sostenido lo contrario.
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Maestro, será necesario conceder a los denigradores de la Misa antigua que esta última no es “participada”…
¡No digamos disparates! He conocido la participación de los tiempos antiguos tanto en Roma, en la Basílica, como en el mundo, como aquí abajo en el Mugello, en esta parroquia de este bello pueblo, un templo poblado de gente llena de fe y de piedad. El Domingo, en las vísperas, el sacerdote habría podido limitarse a entonar el “Deus in adiutorium meum intende” y luego ponerse a dormir sobre el asiento… los campesinos habrían continuado solos y los jefes de familia habrían pensado en entonar las antífonas.
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¿Una velada polémica, Maestro, respecto al actual estilo litúrgico?
Yo no sé si, ¡ay de mí!, han estado en un funeral: “aleluya”, aplausos, frases risueñas, uno se pregunta si esta gente leyó alguna vez el Evangelio; Nuestro Señor mismo lloró sobre Lázaro y su muerte. Aquí, con este sentimentalismo insípido, no se respeta ni siquiera el dolor de una madre. Yo les habría mostrado cómo asistía al pueblo a una Misa de difuntos, con qué compunción y devoción se entonaba aquel magnífico y tremendo “Dies Irae”.
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¿La reforma no ha sido hecha por gente consciente y doctrinalmente formada?
Discúlpeme, pero la reforma ha sido hecha por gente árida, se lo repito, árida. Y yo los he conocido. En cuanto a la doctrina, el Cardenal Ferdinando Antonelli, de venerada memoria, solía decir a menudo: ¿“qué hacemos liturgistas que no conocen la teología?”.
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Estamos de acuerdo con usted, Monseñor, pero es cierto también que la gente no entendía…
Queridísimos amigos, ¿han leído alguna vez a San Pablo: “no importa saber más allá de lo necesario”, “es necesario amar el conocimiento ‘ad sobrietatem’”. De aquí a algunos años se intentará entender la transubstanciación como se explica un teorema de matemática. ¡Pero si ni siquiera el sacerdote puede comprender hasta el fondo tal misterio!
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¿Pero cómo se llegó, entonces, a esta distorsión de la liturgia?
Fue una moda, todos hablaban, todos “renovaban”, todos pontificaban, en la estela del sentimentalismo, de reformas. Y las voces que se levantaban en defensa de la Tradición bimilenaria de la Iglesia eran hábilmente calladas. Se inventó una especie de “liturgia del pueblo”… cuando escuchaba estas frases, me venían en mente las palabras de mi profesor del seminario que decía: “la liturgia es del clero para el pueblo”, ella desciende de Dios y no sale desde abajo. Debo reconocer, sin embargo, que aquel aire hediondo se ha hecho menos denso. Las jóvenes generaciones de sacerdotes son, tal vez, mejores que las que las han precedido, no tienen los furores ideológicos dominados por un modernismo iconoclasta, están llenos de buenos sentimientos pero les falta formación.
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¿Qué quiere decir, Maestro, con que “les falta formación”?
¡Quiero decir que queremos los seminarios! Hablo de aquellas estructuras que la sabiduría de la Iglesia había cincelado elegantemente durante los siglos. No se da cuenta de la importancia del seminario: una liturgia vivida, los momentos del año son vividos “socialmente” con los hermanos… el Adviento, la Cuaresma, las grandes fiestas que siguen a la Pascua. Todo esto educa, ¡y no se imagina cuánto! Una retórica tonta dio la imagen de que el seminario arruina al sacerdote, de que los seminaristas, alejados del mundo, permanecen encerrados en sí mismos y distantes de la gente. Todas fantasías para disipar una riqueza formativa plurisecular y para remplazarla luego con nada.
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Retornando a la crisis de la Iglesia y al cierre de muchos seminarios, ¿Usted es partidario de un retorno a la continuidad de la Tradición?
Mire, defender el rito antiguo no es ser del pasado sino ser “de siempre”. Vea, se comete un error cuando a la misa tradicional se la llama “Misa de San Pío V” o “Tridentina”, como si fuese la Misa de una época particular: es nuestra Misa, la romana, es universal en los tiempos y en los lugares, una única lengua desde la Oceanía hasta el Ártico.
Por lo que respecta a la continuidad en los tiempos, quisiera contarles un episodio. Una vez estábamos reunidos en compañía de un Obispo, cuyo nombre no recuerdo, en una pequeña iglesia del Mugello, y llegó la noticia de la repentina muerte de un hermano nuestro, propusimos celebrar enseguida una Misa pero nos dimos cuenta de que sólo había misales antiguos. El Obispo rechazó categóricamente celebrar. No lo olvidaré nunca y reitero que la continuidad de la liturgia implica que, salvo minucias, se pueda celebrar hoy con aquel viejo misal polvoriento tomado de un estante y que hace cuatro siglos sirvió a un predecesor mío en el sacerdocio.
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Monseñor, se habla de una “reforma de la reforma” que debería limar las deformaciones que vienen de los años sesenta…
La cuestión es bastante compleja. Que el nuevo rito tenga deficiencias es ya una evidencia para todos y el Papa ha dicho y escrito varias veces que debería “mirar al antiguo”; sin embargo, Dios nos guarde de la tentación de los líos híbridos; la Liturgia, con la “ele” mayúscula, es la que nos viene de los siglos, ella es la referencia, no se la debe corromper con compromisos “a Dio spiacenti e a l’inimici sui” [que desagradan a Dios y a sus enemigos].
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¿Qué quiere decir, Maestro?
Tomemos, como ejemplo, las innovaciones de los años sesenta. Algunas “canciones populares” beat y horribles y tan de moda en las iglesias en el ’68, hoy ya son trozos de arqueología; cuando se renuncia a la perennidad de la tradición para hundirse en el tiempo, se está condenado al cambiar de las modas. Me viene a la mente la Reforma de Semana Santa de los años cincuenta, hecha con una cierta prisa bajo un Pío XII ya cansado. Y bien, sólo algunos años después, bajo el pontificado de Juan XXIII (quien, más allá de lo que se diga, en liturgia era de un tradicionalismo convencido y conmovedor), me llegó una llamada de Mons. Dante, ceremoniero del Papa, que me pedía preparar el “Vexilla Regis” para la inminente celebración del Viernes Santo. Respondí: “pero lo han abolido”. Se me respondió: “el Papa lo quiere”. En pocas horas, organicé las repeticiones de canto y, con gran alegría, cantamos de nuevo lo que la Iglesia había cantado por siglos en aquel día. ¡Todo esto para decir que, cuando se hacen desgarros en el tejido litúrgico, esos agujeros son difíciles de cubrir y se ven! Nuestra liturgia plurisecular debemos contemplarla con veneración y recordar que, en el afán de “mejorarla”, corremos el riesgo de hacerle sólo daños.
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Maestro, ¿qué papel tuvo la música en este proceso?
Tuvo un rol importante por varias razones. El melindroso cecilianismo, al cual ciertamente Perosi no fue ajeno, introdujo con sus aires pegadizos un sentimentalismo romántico nuevo, que nada tenía que ver con aquella densidad elocuente y sólida de Palestrina. Ciertas extravagancias de Solesmes habían cultivado un gregoriano susurrado, fruto también de aquella pseudo restauración medievalizante que tanta suerte tuvo en el siglo XIX.
Cundía la idea de la oportunidad de una recuperación arqueológica, tanto en música como en liturgia, de un pasado lejano del cual nos separaban los así llamados “siglos oscuros” del Concilio de Trento… Arqueologismo, en resumen, que no tiene nada que ver con la Tradición y que quiere restaurar lo que tal vez nunca ha existido. Un poco como ciertas iglesias restauradas en estilo “pseudo-románico” por Viollet-le-Duc.
Por lo tanto, entre un arqueologismo que quería remitirse al pasado apostólico, prescindiendo de los siglos que nos separan de ellos, y un romanticismo sentimental, que desprecia la teología y la doctrina en una exaltación del “estado de ánimo”, se preparó el terreno para aquella actitud de suficiencia respecto a lo que la Iglesia y nuestros Padres nos habían transmitido.
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¿Qué quiere decir, Monseñor, cuando en el ámbito musical ataca a Solesmes?
Quiero decir que el canto gregoriano es modal, no tonal; es libre, no ritmado, no es “uno, dos tres, uno dos tres”; no se debía despreciar el modo de cantar de nuestras catedrales para sustituirlo con un susurro pseudo-monástico y afectado. No se interpreta un canto del Medioevo con teorías de hoy sino que se lo toma como ha llegado hasta nosotros; además, el gregoriano sabía ser también canto de pueblo, cantando con fuerza nuestro pueblo expresaba su fe. Esto Solesmes no lo entendió, pero todo esto sea dicho reconociendo el gran y sabio trabajo filológico que hizo con el estudio de los manuscritos antiguos.
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Maestro, ¿en qué punto estamos, entonces, de la restauración de la música sagrada y de la liturgia? 
No niego que haya algunos signos de restablecimiento. Sin embargo, veo el persistir de una ceguera, casi una complacencia por todo lo que es vulgar, grosero, de mal gusto e incluso
doctrinalmente temerario… No me pida, por favor, que dé un juicio sobre las “chitarrine” y sobre las “tarantelle” que todavía nos cantan durante el ofertorio… El problema litúrgico es serio, no se debe escuchar a aquellas voces que no aman a la Iglesia y que se lanzan contra el Papa. Y si se quiere sanar al enfermo, hay que recordar que el médico piadoso hace la llaga purulenta…
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Fuente: Disputationes Theologicae
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo


miércoles, 5 de agosto de 2015

LA HEREJÍA ANTILITURGÍCA



La Herejía Antilitúrgica

Instituciones Litúrgicas por Dom Prosper Guéranger
Libro I —Capítulo XIV: sobre la herejía antilitúrgica y la reforma protestante del siglo XVI, consideradas desde el punto de vista de sus relaciones con la Liturgia.

La Liturgia es una cosa demasiado importante en la Iglesia como para no haber sido el blanco de los ataques de la herejía. Pero de la misma manera en que la autoridad de la Iglesia no fue en absoluto combatida, como noción, directamente por las sectas de Oriente que desgarraron de tan diversos modos el Credo, el racionalismo, en esa patria de los Misterios, no persiguió las formas del culto de manera sistemática. Las sectas orientales, divididas por desacuerdos violentos, aunaron al cristianismo, algunas un panteísmo encubierto, otras el principio mismo del dualismo; pero, por sobre todas las cosas, sintieron la necesidad de creer y de ser cristianas, y su Liturgia expresa perfectamente su situación. Ciertas fórmulas se encuentran deshonradas por blasfemias sobre la Encarnación del Verbo, pero ese desorden no impide que las nociones tradicionales de la Liturgia se conserven en esas fórmulas y en los ritos que las acompañan: más aún, la fe por muy desfigurada que esté, ha sido fecunda, casi hasta nuestros días, en esos hombres que creen mal pero que, sin embargo, quieren creer; y los jacobitas, los nestorianos, contando solamente a partir del año 1000, produjeron más fórmulas litúrgicas, más anáforas, por ejemplo, que los griegos melquitas cuyos libros casi no se acrecentaron desde la separación de la Iglesia Romana, fuera de alguna que otra colección de himnos compuesta por todo tipo de personas y que fueron agregados a los libros de oficios. De todas maneras, este último tipo de plegarias —como son las anáforas, las bendiciones, etc., compuestas por los jacobitas y los nestorianos modernos, cuyos textos, o la nota sobre ellos, podemos hallar en el libro de Renaudot sobre las Liturgias de Oriente, o en la biblioteca oriental de Assemani —no pertenece a la esencia de la Liturgia. El lector se equivocaría, sin embargo, si pensara que nos proponemos señalar esta extrema abundancia como una marca de progreso; la antigüedad, la inmutabilidad de las fórmulas del culto, es la primera de sus virtudes; pero esa fecundidad es, al menos, un signo de vitalidad, y no es posible dejar de reconocer que el estilo eclesiástico de esas anáforas, incluso de las más recientes, está en perfecto acuerdo con el ya consagrado por los siglos. En lo que concierne a las tradiciones sobre los ritos y las ceremonias, las sectas de Oriente las han conservado a todas con una fidelidad poco común, y si a veces se encuentran mezcladas con rasgos supersticiosos, eso mismo es un testimonio, al menos, de un fondo primitivo de fe, así como en nuestro ámbito la disminución progresiva de las prácticas exteriores indica la existencia de un racionalismo secreto cuyos resultados están a la vista.

La Iglesia Griega ha conservado, en general, con gran cuidado sino el espíritu al menos las formas de la Liturgia. Ya hemos dicho, en otra parte, como fue predestinada por Dios, al menos por un tiempo, para dar, con la inmovilidad de sus antiguos usos, un irrecusable testimonio de la pureza de las tradiciones latinas. Es por ello que Cirilo Lucaris fracasó de manera vergonzosa en su proyecto de iniciar a la Iglesia Oriental en las doctrinas del racionalismo de Occidente. De todas formas, el espíritu discutidor y puntilloso de Marco de Éfeso persiste en el seno de la Iglesia Griega y, cuando esa Iglesia sea llamada a fundirse en nuestras sociedades europeas, producirá los frutos que le son naturales. Antes de volver a la unidad, la Iglesia Griega tiene que pasar fatalmente por el protestantismo, y tenemos muchas razones para creer que semejante revolución ya se ha llevado a cabo en el corazón de sus pontífices. En el mismo orden de cosas, La Liturgia, forma oficial de una creencia oficial, permanecerá estable o variará de acuerdo con la voluntad del soberano. Así, no hay ninguna posibilidad de herejía litúrgica allí donde el Credo ya está minado, allí donde sólo se encuentra un cadáver de cristianismo que solamente se mueve un poco por resortes o algún tipo de galvanismo, hasta que llegue el momento en que, al desmoronarse, por su propia podredumbre, se volverá tan incapaz de recibir los impulsos externos como lo es, desde hace tiempo, de sentir el ímpetu de la vida.

Es, pues, únicamente en el seno de la verdadera Iglesia donde tiene que fermentar la herejía antilitúrgica, es decir esa herejía que se constituye en enemiga de las formas del culto. Es, únicamente, allí donde hay algo para destruir que el espíritu de la destrucción tratará de instilar ese veneno deletéreo. Oriente sólo padeció una vez, aunque con violencia, semejantes convulsiones, y eso fue en el tiempo de la unidad con Roma. En el siglo VIII surgió una secta furiosa que, con el pretexto de liberar el espíritu del yugo de la forma, destrozó, desgarró, quemó los símbolos de la fe y del amor del cristiano; corrió la sangre en defensa de la imagen del Hijo de Dios, como cuatro siglos antes había corrido por el triunfo del verdadero Dios sobre los ídolos. Pero a la cristiandad occidental le estaba reservado ver surgir en su seno la guerra más larga, más empecinada, una guerra que dura todavía, contra el conjunto de los actos litúrgicos. Dos cosas contribuyeron a mantener a las Iglesias de Occidente en ese continuo infortunio: en primer lugar, como acabamos de decirlo, la vitalidad inherente al cristianismo romano, el único que merece el nombre de cristianismo y, por ende, aquel contra el cual tienen que volverse todas las potencias del error; en segundo lugar, el carácter racionalmente material de los pueblos de Occidente que, desprovistos de la flexibilidad mental griega y del misticismo oriental, lo único que saben hacer, en lo que concierne a las creencias, es negar, es arrojar lejos de sí lo que los molesta o los humilla; incapaces, por ambas razones, de seguir, como los pueblos semíticos, la misma herejía durante largos siglos. Esta es la razón por la cual, en nuestro ámbito, exceptuando ciertos hechos aislados, la herejía siempre ha actuado negando y destruyendo. Tal es, como veremos, la tendencia de todos los esfuerzos de la inmensa secta antilitúrgica.

1) El primer rasgo de la herejía antilitúrgica es el odio de la Tradición expresada en las fórmulas del culto divino. No se puede negar la presencia ese rasgo especial en todos los heréticos a que nos hemos referido, desde Vigilancio hasta Calvino, y la razón de ello es muy fácil de explicar. Todo sectario que pretende introducir una nueva doctrina, se encuentra ineluctablemente en presencia de la Liturgia, que es la Tradición en su máxima expresión, y no descansará hasta acallar esa voz, hasta desgarrar esas páginas que contienen la fe de los siglos pasados. En efecto, ¿cómo hicieron el luteranismo, el calvinismo, el anglicanismo para establecerse y mantenerse en el pueblo? Lo único que tuvieron que hacer fue suplantar con libros nuevos y fórmulas nuevas los libros y las fórmulas antiguas, y así todo fue consumado. Nada podía ya molestar a los nuevos doctores, podían predicar a sus anchas: la fe de los pueblos ya no tenía defensa. Lutero entendió esto con una sagacidad digna de nuestros jansenistas, cuando, en el primer período de sus innovaciones, en la época en que se veía todavía obligado a conservar una parte de las formas externas del culto latino, estableció el siguiente reglamento para la misa reformada: “Aprobamos y conservamos los introitos de los domingos y de las fiestas de Jesucristo, es decir Pascua, Pentecostés y la Natividad. Preferiríamos, con gusto, los salmos enteros de los que se han sacado esos introitos, como era el uso antaño; pero estamos dispuestos a conformarnos con el uso actual. Ni siquiera criticamos a quienes quieran mantener los introitos de los Apóstoles, de la Virgen y de los demás santos, CUANDO ESOS TRES INTROITOS ESTÉN SACADOS DE LOS SALMOS Y DE OTRAS PARTES DE LA ESCRITURA (Lebrun, Explicación de la Misa. Tomo IV, página 13.) A Lutero le horrorizaban los cánticos que la Iglesia había compuesto para la expresión pública de la fe. Sentía muy bien en ellos el vigor de la Tradición que él quería proscribir. Si le reconocía a la Iglesia el derecho de unir su voz, en las santas asambleas, con los oráculos de las Escrituras, corría el riesgo de oír a millones de voces anatematizando sus nuevos dogmas. Así pues, abominó de todo aquello que en la Liturgia no está estrictamente sacado de las Sagradas Escrituras.

2) Reemplazar las fórmulas de estilo eclesiástico por lecturas de la Sagrada Escritura, es el segundo principio de la secta antilitúrgica. De ello obtiene dos beneficios: primero, hacer callar la voz de la Tradición a la que no deja de temer; segundo, es un medio de propagar y de apoyar sus dogmas por vía de afirmación o de negación. Por vía de negación: al silenciar, por medio de una hábil selección, los textos que expresan la doctrina opuesta a los errores que se quiere instaurar; por vía de afirmación: al poner en evidencia los pasajes truncados que al mostrar uno solo de los aspectos de la verdad ocultan el otro ante los ojos del vulgo. Es bien sabido, desde hace muchos siglos, que la preferencia que los heréticos acuerdan a la Sagrada Escritura por encima de las definiciones eclesiásticas, no tiene otra causa que la facilidad de hacer que la Palabra de Dios diga lo que ellos quieren, presentándola u ocultándola de acuerdo con lo que les conviene. Ya veremos, más adelante, lo que hicieron en este sentido los jansenistas, obligados, por su sistema, a conservar el vínculo externo con la Iglesia; en cuanto a los protestantes, terminaron reduciendo la Liturgia, casi por entero, a la lectura de la Escritura, acompañada de discursos que la interpretan desde el punto de vista de la razón. En lo que respecta a la elección y al establecimiento de los libros canónicos, terminaron cayendo en el puro capricho del reformador que, en última instancia, decide no solamente el sentido de la Palabra de Dios sino qué texto debe considerarse parte de esa Palabra. Es así que Martín Lutero, para cuyo sistema panteísta la doctrina de que las obras son inútiles y de que la fe basta son dogmas que necesitan ser establecidos, declaró que la Epístola de Santiago es una epístola sin importancia, y no una epístola canónica, por el solo hecho de que allí se enseña la necesidad de las obras para la salvación. En todos los tiempos y en todas las circunstancias, ocurrirá lo mismo: ninguna fórmula eclesiástica, nada más que la Escritura, pero interpretada, elegida, presentada por aquel o aquellos que sacan provecho de las innovaciones. Es una trampa peligrosa para los simples y es solamente después de mucho tiempo que es posible percatarse del engaño y del hecho de que la Palabra de Dios, esa espada de doble filo como dice el Apóstol, produjo muchas heridas por haber sido blandida por los hijos de perdición.

3) El tercer principio de los heréticos de la reforma de la Liturgia—luego de haber expulsado las fórmulas eclesiásticas y de haber proclamado la necesidad absoluta de emplear únicamente las palabras de la Escritura en el servicio divino, y percibiendo que la Escritura no siempre se presta, como querrían, a sus designios— consiste en fabricar e introducir diversas fórmulas llenas de perfidia con las que los pueblos quedan más sólidamente encadenados al error y con las que todo el edificio de la reforma impía se consolidará por siglos.

4) No habrá que sorprenderse de la contradicción que la herejía demuestra en sus obras una vez se considere que el cuarto principio impuesto por los sectarios, por la naturaleza misma de su estado de rebelión, es la contradicción constante con sus mismos principios. Así tiene que ser para que sean confundidos ese gran día, que llegará tarde o temprano, en el que Dios pondrá de manifiesto su desnudez ante la vista de los pueblos que ellos sedujeron; y, también, porque no es lo propio del hombre el ser consecuente, solamente la verdad puede serlo. Es así como todos los sectarios, sin excepción, comienzan por reivindicar los derechos de la antigüedad; quieren liberar el cristianismo de todo lo falso e indigno de Dios que el error y las pasiones de los hombres le agregaron; no quieren nada fuera de lo primitivo y pretenden entroncar con los orígenes de la institución cristiana. Es por eso que podan, borran, recortan, todo cae bajo de sus golpes; y cuando se espera ver resurgir el culto divino en su pureza primigenia, resulta que hay una invasión de fórmulas nuevas que datan de la víspera, que son incuestionablemente humanas puesto que el que las redactó todavía está vivo. Toda secta pasa necesariamente por esto; lo vimos en el caso de los monofisitas, en el de los nestorianos; volvemos a encontrarnos con lo mismo en todas las ramas del protestantismo. La pretensión de predicar la antigüedad sólo los condujo a rechazar todo el pasado y a jurarle a los pueblos seducidos que todo está bien, que las exageraciones papistas desaparecieron, que el culto divino alcanzó la santidad primitiva. Observemos, también, algo que es característico en el cambio de la Liturgia por los heréticos: en su furia de innovación, no se contentan con recortar las fórmulas de estilo eclesiástico que condenan como meras palabras humanas, sino que extienden su reprobación a las lecturas y a las plegarias mismas que la Iglesia tomó de la Escritura; cambian y substituyen porque no quieren orar con la Iglesia, se excomulgan de este modo a sí mismos y temen hasta la menor parcela de la ortodoxia que dictó la elección de esos pasajes.

5) Puesto que la reforma de la Liturgia fue emprendida por los sectarios con el mismo objetivo que la reforma del dogma, de la que es consecuencia, de esto se desprende que, así como los protestantes se separaron de la unidad con el fin de creer menos, aquellos terminan por verse obligados a eliminar del culto todas las ceremonias, todas las fórmulas que expresan los Sagrados Misterios. Todo lo que no les parecía puramente racional fue tachado por ellos de superstición e idolatría, con lo que disminuyeron las expresiones de la fe, obstruyendo con la duda e incluso con la negación todos los caminos que llevan al mundo sobrenatural. Es así como ya no hay más sacramentos, excepto el bautismo —hasta que llegue el socinianismo que liberará de esa obligación a sus adeptos—, ni sacramentales, bendiciones, imágenes, reliquias de santos, procesiones, peregrinaciones, etc. Ya no hay más altar, sólo una simple mesa; ni sacrificio, como en todas las religiones, sino simplemente una cena; ni iglesia, sólo un templo, como en la época de los Griegos y los Romanos; ni arquitectura religiosa, puesto que no hay más misterios; ni pintura ni escultura cristianas, puesto que no hay más religión sensible; en fin, no hay más poesía en un culto que no está fecundado por el amor ni por la fe.

6) La supresión de los elementos del misterio en la Liturgia Protestante tenía, infaliblemente, que producir la total extinción de ese espíritu de plegaria al que el catolicismo llama unción. Un corazón rebelde no tiene amor, y un corazón sin amor podrá, a lo sumo, producir expresiones tolerables de respeto o de temor, con la frialdad soberbia del fariseo; así es la Liturgia Protestante. Es perceptible que aquel que la recita se aplaude a sí mismo por no pertenecer a la muchedumbre de esos cristianos papistas que rebajan a Dios a su propio nivel con la familiaridad de su lenguaje común.

7) Puesto que trata noblemente con Dios, la Liturgia Protestante no tiene necesidad de la mediación de las creaturas. Pensaría que le falta el respeto al Ser Supremo si invocase la intercesión de la Virgen Santísima o la protección de los santos. Deja de lado toda esa idolatría papista que le pide a la creatura lo que sólo hay que pedirle a Dios; limpia el calendario de todos esos nombres humanos que la Iglesia Romana inscribe, de manera tan temeraria, junto al nombre de Dios; siente, sobre todo, horror del nombre de los monjes y de otros personajes recientes que figuran allí junto a los nombres venerados de los Apóstoles elegidos por Jesucristo, y con los que fue fundada esa Iglesia primitiva que es la única que mantuvo la fe pura y que estuvo libre de toda superstición en el culto y de todo relajamiento en la moral.

8) Como la reforma litúrgica tiene entre sus fines principales la abolición de los actos y las fórmulas de los Sagrados Misterios, de ello se desprende, necesariamente, que sus autores tenían que reivindicar el uso de la lengua vulgar en el servicio divino. Éste es, pues, uno de los puntos más importantes para los sectarios. Sostienen que el culto no es una cosa secreta, que es necesario que el pueblo entienda lo que canta. El odio de la lengua latina es algo innato en el corazón de todos los enemigos de Roma; en ella ven el lazo que une a todos los católicos del mundo, el arsenal de la ortodoxia en contra de todas las sutilezas del espíritu de secta, el arma más poderosa del Papado. El espíritu de rebeldía que los empujó a confiar la plegaria universal al idioma de cada pueblo, de cada provincia, de cada siglo, produjo, por otra parte, sus frutos, y los reformados pueden constatar día a día que los pueblos católicos, a pesar de sus plegarias latinas, aman más y cumplen con mayor celo los deberes del culto que los pueblos protestantes. A toda hora del día, el servicio divino se lleva a cabo en las iglesias católicas: el fiel que asiste deja, en el umbral, su lengua materna; excepto en el momento de la predicación escucha solamente esos misteriosos acentos que dejan de resonar, incluso, en el momento más solemne, durante el Canon de la Misa; y, sin embargo, ese misterio lo encanta de tal manera que no envidia la suerte del protestante, aunque los oídos de éste último sólo escuchen sonidos cuyo significado entiende. Mientras que al templo reformado le cuesta reunir, una vez por semana, a los cristianos puristas, la Iglesia papista ve como, sin cesar, sus numerosos altares son asediados, cada día, por sus religiosos hijos que dejan un momento sus trabajos para ir a escuchar esas palabras misteriosas que tienen que ser del mismo Dios porque nutren la fe y calman el sufrimiento. Confesemos que fue una jugada maestra del protestantismo el haber declarado la guerra a la lengua santa; si pudiera llegar a destruirla, su triunfo total estaría cercano. Desnuda ante las miradas profanas, como una virgen deshonrada, la Liturgia perdió, a partir de ese momento su carácter sagrado y ha de llegar pronto el momento en que el pueblo se dé cuenta de que no vale demasiado la pena abandonar sus labores o sus placeres para ir a oir hablar de la misma manera en se habla en la plaza pública. Saquémosle a la Iglesia de Francia sus declamaciones radicales y sus diatribas contra la supuesta venalidad del clero, y ya veremos si el pueblo irá a escuchar, por mucho tiempo aún, al así llamado Primado de las Galias gritar: El Señor esté con vosotros; y a otros que le responden: Y con tu espíritu. Nos ocuparemos, en otra parte, de manera especial, de la lengua litúrgica.

9) Al despojar la Liturgia del misterio que rebaja a la razón, el protestantismo bien sabía cuál era la consecuencia práctica: liberarse del cansancio y de la molestia que le imponen al cuerpo las prácticas de la Liturgia papista. Para empezar, basta de ayunos y de abstinencias; basta de genuflexiones durante la plegaria; para los ministros del templo, basta de oficios diarios que cumplir, y hasta de las plegarias canónicas para rezar en nombre de la Iglesia. Ésta es una de las formas principales de la gran emancipación protestante: reducir la suma de las plegarias públicas y particulares. Los hechos mostraron pronto que la Fe y la Caridad que se nutren de la plegaria se habían apagado en la Reforma, mientras que en los católicos no dejan de alimentar todos los actos de entrega a Dios y a los hombres, fecundadas como están por el inefable socorro de la plegaria litúrgica que lleva a cabo el clero secular y regular, al que se une la comunidad de los fieles.

10) Como el protestantismo necesitaba una regla para discernir entre las instituciones papistas aquellas que podían ser las más hostiles a sus principios, tuvo que hurgar en los cimientos del edificio católico para encontrar la piedra fundamental que lo sostiene. Su instinto le hizo descubrir de inmediato el dogma inconciliable con cualquier innovación: la autoridad del Papa. Cuando Lutero escribió en su estandarte: Odio para Roma y sus leyes, no hizo otra cosa que promulgar una vez más el gran principio de todas las ramas de la secta antilitúrgica. A partir de allí fue necesario abrogar en masa el culto y las ceremonias, como idolatría romana; la lengua latina, el oficio divino, el santoral, el breviario, abominaciones todas de la gran prostituta de Babilonia. Los dogmas del Pontífice Romano pesan sobre la razón y las prácticas rituales que impone pesan sobre los sentidos; es necesario, entonces, proclamar que sus dogmas no son más que error y blasfemia, y que sus preceptos litúrgicos constituyen una manera de asentar con más fuerza una dominación usurpada y tiránica. Es por eso que en sus letanías emancipadas, la Iglesia Luterana continúa cantando ingenuamente: Del homicida furor, calumnia, rabia y ferocidad del Turco y del Papa, líbranos Señor. (Lutherisches Gesangbuch. Lepizig. Página 667.) Es el momento oportuno para recordar aquí las admirables consideraciones que hace Joseph de Maistre en su libro Acerca del Papa en el que muestra, con gran sagacidad y profundidad que, a pesar de los desacuerdos que tendrían que aislar unas de otras a las distintas sectas separadas, hay una característica que la reúne a todas: el no ser romanas. Imaginemos cualquier tipo de innovación, ya sea en materia de dogma o de disciplina, y ya veremos si es imposible intentarla sin merecer, de buena o mala manera, el mote de no romano o, si se carece de audacia, de menos romano. Habría que ver qué tipo de reposo podría hallar un católico en la primera, o incluso en la segunda, de esas dos situaciones.

11) La herejía antilitúrgica, para asentar para siempre su imperio, necesitaba destruir, de hecho y por principio, todo sacerdocio en el cristianismo; porque se daba cuenta de que allí donde hay un pontífice hay un altar, y que donde hay un altar hay un sacrificio y, por lo tanto, un ceremonial misterioso. Luego, pues, de haber abolido la calidad de Supremo Pontífice, hacía falta aniquilar el carácter del obispo del que emana la mística imposición de manos que perpetúa la jerarquía sagrada. De allí proviene un vasto presbiterianismo que no es sino la consecuencia inmediata de la eliminación del Supremo Pontificado. A partir de ese momento, ya no existe el sacerdote propiamente dicho; ¿cómo la simple elección, sin consagración, podría hacer de él una persona sagrada? La reforma de Lutero o de Calvino no tendrá más que ministros de Dios, o simples hombres, según se prefiera. Pero no es posible detenerse en este punto. Elegido e instalado por laicos, cubierto en el templo con la túnica de una vaga magistratura bastarda, el ministro no es más que un laico revestido de una función accidental; en el protestantismo, entonces, sólo hay laicos, y así tenía que ser puesto que ya no hay Liturgia, y ya no hay más Liturgia porque sólo hay laicos.

12) Para terminar, y es éste el último grado de embrutecimiento, como el sacerdocio ya no existe puesto que la jerarquía está muerta, el Príncipe, única autoridad posible entre laicos, se proclama Jefe de la Religión, y así se ve a los más temibles reformadores, después de haber sacudido el yugo espiritual de Roma, reconocer al soberano temporal como Pontífice Supremo y colocar el poder sobre la Liturgia entre las atribuciones del derecho real. Así pues, el dogma, la moral, los sacramentos, el culto, el cristianismo, sólo existirán en la medida en que le plazca al Príncipe, ya que al serle concedido el poder absoluto sobre la Liturgia también se le concedió sobre todas esas cosas que ésta expresa y aplica en la comunidad de los fieles. Ese es, sin embargo, el axioma fundamental de la Reforma en la práctica y en los escritos de los doctores protestantes. Un último rasgo completará el cuadro y pondrá al lector en condiciones de juzgar cuál es la naturaleza de esa pretendida liberación, llevada a cabo con tanta violencia con respecto al Papado, para luego dar lugar, necesariamente, a una dominación que destruye la naturaleza misma del cristianismo. Es cierto que en sus orígenes la secta antilitúrgica no acostumbraba a halagar de tal modo a los poderosos: albigenses, valdenses, wiclifitas, husitas, todos enseñaban que era necesario resistir y aun combatir a cualquier príncipe o magistrado que se encontrase en estado de pecado mortal, sosteniendo que un príncipe quedaba desposeído de su derecho desde el momento en ya no estaba en estado de gracia. La razón de esto es que esos sectarios temían la espada de los príncipes católicos, verdaderos obispos del poder temporal, y que tenían mucho para ganar socavando su autoridad. Pero desde el momento en que los soberanos, asociados a la rebelión en contra de la Iglesia, quisieron hacer de la religión algo nacional, un medio de gobierno, la Liturgia reducida, lo mismo que el dogma, a los límites de un país, terminó, naturalmente, por depender de la más alta autoridad del país en cuestión; y los reformadores no pudieron dejar de sentir el más vivo reconocimiento por quienes prestaban la ayuda de un brazo poderoso para el establecimiento y la subsistencia de sus teorías. Es muy cierto que hay una verdadera apostasía en esta preferencia otorgada, en materia de religión, a lo temporal por sobre lo espiritual; pero se trataba para los reformadores de una necesidad absoluta de supervivencia. No sólo hay que ser consecuente, también hay que vivir. Es por eso que el mismo Lutero que se separó con estruendo del Pontífice Romano, acusándolo de todas las abominaciones de Babilonia, no se avergonzó al tener que declarar la legitimidad teológica del doble matrimonio del Landgrave de Hesse; y es por eso, también, que el abate Grégoire encontró en sus principios el modo de conciliar su voto en la Convención por la condena a muerte de Luis XVI, con su defensa, al mismo tiempo, de Luis XIV y de José II en contra de los Romanos Pontífices.

Tales son las principales máximas de la secta antilitúrgica. No hemos, por cierto, exagerado en nada; no hemos hecho más que señalar la doctrina cien veces profesada en los escritos de Lutero, de Calvino, de los Centuriadores de Magdeburgo, de Hospiniano, de Kemnitz, etc. Es fácil consultar estos libros o, más bien, la obra inspirada en ellos y que está a la vista de todo el mundo. Hemos creído que era útil poner en evidencia sus principales características. Siempre es algo provechoso conocer el error; la enseñanza directa es a veces menos ventajosa y menos fácil. Con todos estos datos, el lógico católico puede establecer las tesis contrarias.

(Traducción de Miguel Frontán Alfonso)

sábado, 18 de julio de 2015

LA COMUNIÓN EN LA MANO DEBERÍA RECHAZARSE

Debería rechazarse la Comunión en la Mano

por Dietrich von Hildebrand

Este artículo fue publicado el 8 de Noviembre, 1973.

 

No puede haber duda que la Comunión en la mano es una expresión de la tendencia hacia la desacralización en la Iglesia en general, así como de la irreverencia en aproximarse a la Eucaristía específicamente. El misterio inefable de la presencia corporal de Cristo en la hostia consagrada pide una actitud profundamente reverente. (Tomar el Cuerpo de Cristo en nuestras manos no consagradas – como si fuese un simple pedazo de pan, es algo que en sí es profundamente irreverente y perjudicial para nuestra fe). Tratar este misterio insondable es como si estuviésemos tratando simplemente y nada más que con otro pedazo de pan, algo que hacemos naturalmente todos los días con un simple pan, y hace que sea más difícil el acto de fe en la verdadera presencia corporal de Cristo. Dicho comportamiento hacia la hostia consagrada corroe lentamente nuestra fe en la presencia corporal y alimenta la idea que es únicamente un símbolo de Cristo. Decir que el tomar el pan en nuestras manos aumenta el sentido de la realidad del pan es un argumento absurdo. La realidad del pan no es lo que importa – también es visible para cualquier ateo. Pero el hecho que la hostia es en realidad el Cuerpo de Cristo – el hecho que se ha llevado a cabo la transubstanciación – es el tema que debe enfatizarse.

No son realmente válidos los argumentos sobre la Comunión en la mano basados en que esta práctica se ha encontrado entre los primeros cristianos. Pasan por alto los peligros y lo inadecuado de volver a introducir la práctica hoy en día. El Papa Pío XII habló en términos muy claros e inequívocos en contra de la idea que uno puede volver a introducir hoy en día las costumbres de la época de las catacumbas. Ciertamente, deberíamos tratar de renovar en las almas de los católicos de hoy el espíritu, el fervor y la devoción heroica que se encuentran en la fe de los primeros cristianos y en los muchos mártires entre sus rangos. Pero simplemente adoptar sus costumbres es, de nuevo, algo distinto; las costumbres pueden hoy en día asumir una función completamente nueva y no podemos ni debemos simplemente tratar de re-introducirlas.

En la época de las catacumbas no estaban presentes el peligro de la desacralización y la irreverencia que amenazan hoy en día. El contraste entre el saeculum (secular) y la Santa Iglesia estaba constantemente en las mentes de los cristianos. Así, una costumbre que en esos tiempos ya no estaba en peligro puede constituir un grave peligro pastoral en nuestros días.

Tómese en cuenta cómo consideró San Francisco la extraordinaria dignidad del sacerdote, la cual consiste exactamente en el hecho que se le permite tocar el Cuerpo de Cristo con sus manos consagradas. Dijo San Francisco: “Si llegase a encontrarme al mismo tiempo con un santo del cielo y un pobre sacerdote, primero mostraría mi respeto al sacerdote y rápidamente le besaría sus manos y luego diría: ‘Esperad, San Lorenzo, porque las manos de este hombre tocan la Palabra de la Vida y sobrepasan por mucho todo lo que es humano.’

Alguien podría decir: pero, ¿no distribuyó San Tarciso la Comunión a pesar que él no era sacerdote? Ciertamente ninguno se escandalizaba por el hecho que tocaba la hostia consagrada con sus manos. Y en una emergencia, se le permite a un laico hoy en día darle la Comunión a los demás.

Pero esta excepción para los casos de emergencia no es algo que implique una falta de respeto al santo Cuerpo de Cristo. Es un privilegio que está justificado por la emergencia – que debería aceptarse con un corazón tembloroso (y debería permanecer como privilegio, reservado únicamente para emergencias).